En
aquella plaza a las 12 de la media noche, estaban Thaly y Samantha, esperando.
Samantha recostada de las piernas de su mamá, mientras ella peinaba con sus
dedos sus rizos, arrullándola para que pudiera descansar bajo aquel foco de luz
blanca; adormeciendo sus sentidos para que el miedo de la partida desapareciera
y por el momento que durara un suspiro pudiera caer en un sueño profundo para
olvidar el pasado y mitigar el dolor.
Quizás
fueron 15 minutos, quizás 1 hora, pero el sueño de Samantha se vio interrumpido
cuando escuchó el traqueteo, muy conocido, de un carro. Mientras comenzaba a
parpadear, escuchó a su abuela:
- Hija, ¿que
ha pasado?
-Thaly, ¿estas
bien? Si ese Noide te hizo algo… -Amenazó su abuelo
Thaly
terminó de despertar a Samantha y le pidió silencio a sus padres con un gesto
que solo podía significar “ahora no”. Y sin más, su abuelo Enri tomó la maleta
y el morral de Samantha y se dirigió al carro. Su abuela en cambio, no apartó
la mirada de Thaly, “¿exigía una explicación silenciosa o evidenciaba un
reproche sincero?” se preguntó Samantha; beso a su nieta en la mejilla y
ayudando a Thaly con la cartera dio media vuelta dirección al auto. Thaly cargó
en brazos a Samantha, como hace muchísimos años no lo hacía, pero Samantha, que
fingía dormir, la dejó hacerlo, ambas necesitaban ese contacto. Una vez en el
carro, escuchó la puerta del maletero cerrarse con fuerza y segundos después la
puerta del conductor cuando su abuelo se sentó delante del volante. El
traqueteo del motor y la calle llena de baches escondía los sollozos ahogados
de Samantha.
Enri y
Elia Adams vivían a quince minutos de todo, quince minutos del colegio de
Samantha, quince minutos de cualquier centro comercial, quince minutos de la
que fuese la casa de Dilas y Thaly, quince minutos de cualquier heladería
decente. Pero su casa no estaba ciertamente a quince minutos de nada. Para los cortos
ocho años de edad, Samantha atribuyó ese hecho a que su abuelo debía ser un
excelente piloto de carreras, como él una vez le dijo en algún cuento sobre su
juventud. Así que cuando Enri piloteó el carro de regreso a la casa en quince 15
minutos, no fue sorpresa para Samantha.
Fueron
quince minutos de silencio. No había música, no había palabras que rompieran el
silencio incomodo que reinada en el carro. Thaly contemplaba las luces de la
calle al pasar, tanto como sus padres. Tenía una respiración calmada, aunque
Samantha sabía muy bien que debía estar haciendo un gran esfuerzo para hacerlo.
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